martes, 28 de agosto de 2012

Elefantes y cadenas

Lunes 27 agosto 2012 11:03am / Día veintiuno. Laos Airlines. En algún lugar entre las nubes, sobrevolando Laos. Rumbo a Cambodia. No se por donde comenzar. El calor y los deseos de conocer me han tenido lejos del teclado. Las caras y los sucesos se me van acumulando como hojas de papel que poco a poco forman un libro. O quizá solo un montón de hojas. Los templos dorados y las figuras de monjes de todas las edades recorriendo la ciudad como visiones de pequeños seres ataviados de naranja. En calma, siempre en calma. Ocupados con pequeñas tareas como barrer los templos o recorrer callejuelas en busca de secretos. Secretos que nunca conoceré. Tengo las ansias de cuando pierdo algo. Hay tantas cosas que pasan que necesito escribir pero no quiero contarles. ¿En donde está la línea entre honestidad e intimidad pura? La diferencia entre translucido y transparente. Quiero hablar de mis miedos y mis ansiedades, de mi inseguridad de siempre y mi vejez aparente. Vejez prematura a ratos. Hablar de mis dudas. Del futuro que aún no existe y del pasado que me llena de recuerdos. Me pregunto que pasa por la mente de cada persona que me cruzo en el camino. Me pregunto si se pregunta que pasa por la mía. ¿En dónde cabe su felicidad y sus sueños? ¿En el mismo lugar en donde nuestra cabeza se llena de dudas y de deudas? Camino junto a sus pequeñas y sencillas casas de madera. No conocen la privacidad. La intimidad en un concepto ajeno. Occidental, como todos nosotros que caminamos por las calles con cara de asombro, con pieles menos doradas y con ropas que nos delatan a metros (a pesar de haber procurado no vestir lo más obvio). Sus casas comienzan con grandes portones abiertos de par en par, o cerrados con cristales que las delatan como grandes vitrinas de calles comerciales. Muestran iluminada el área común más importante del hogar. Familias enteras sentadas en el piso en pequeños tapetes y platos comunes al centro-Ríen, juegan cartas o hablan de temas que no entiendo. La televisión siempre al fondo. Aglutinador social. Occidental y Oriental. ¡Cómo me gustaría sentarme a escuchar sus pláticas! Sentarme camuflageada por completo, con mi piel que cada día asemeja más a la de ellos. Pero con tantas preguntas. Preguntas solo mías. Preguntas que atesoro como quien colecciona sellos postales. Con ahínco, con mucha atención y desde muy pequeña. Quien diga que la gente en Asia es floja, miente. La gente trabaja todo el día. Los mercados. Los tuk-tuks; pequeños camiones de carga tamaño Lao (o Vietnam), disfrazados de payaso. Las motos. Los restaurantes. Los masajes que se dan como se sirve un café; rápido, sin necesidad de conocimiento alguno, sin demasiado cuidado. Gran decepción para quien ha idealizado los masajes al estilo de casa, como un escape, un ritual para huir de la rutina diaria. De los nudos. Aquí, los masajes son parte de la vida diaria. Lo confirma el niño que masajea a su abuela semi-desnuda en el umbral de la puerta, y los hermanos que se soban los pies en el recibidor del restaurante en “Muang Khua” a la orilla del río. La gente trabaja tanto que duerme en donde trabaja. Los diminutos locales adaptados con sucias cocinas y pequeños baños traseros, se transforman en pasillos-cama por las noches (de pronto me imagino la cama oliendo a pescado, o el pescado crudo a orines rancios acumulados a lo largo del día y acrecentado por el calor y la humedad. Cuando puedo, voy a mi propio pequeño diminuto baño de albergue). Los cuidadores de tiendas, hoteles y restaurantes preparan sus colchones, sillas y tapetes de bambú para pasar la noche. También quien cuida mi hotel se acomoda a mis pies con la televisión muy alto mientras escribo por las noches. A veces se levanta para ir al baño y comienza a cantar en voz alta. Me da gusto. Los niños también duermen en los mercados nocturnos, junto a sus madres o abuelas. Hay tantos niños cuando caminas por la noche que pareciera que lo que se vende en el puesto no son las artesanías. Todas iguales. Mercados guatemaltecos. Chichicastenango. Señoras de la edad de mi abuela, pero que cargan 300 años más en sus rostros sonríen –Sabai Dee- queriendo venderme algo que he prometido no comprar más. Vuelvo a caer. Me pregunto si todo lo que nos preocupa en “mi mundo” es mentira. Pasamos la vida trabajando para poder viajar a lugares como estos. Pasan la vida trabajando, viviendo en sus lugares. Lo acepto. Yo he trabajado muy poco como para que se considere trabajo real. Soy parte una minoría casi inexistente. Existo por casualidad, por esfuerzo ajeno. Por mis padres y un instante decisivo que me permitió comenzar a cobrar forma y pensamientos-duda. Como yo hay más gente que viaja, que piensa en su próximo destino y no duerme en los puestos del mercado. A veces me siento cercana a esa gente blanca, que reconoce mi música y de a poco mi idioma. Mexicano no hay ninguno (mexicana primera y lejana a los ojos de tantos. Llevo una representación importante a tierras lejanas). A veces me siento más lejana de ellos (los viajeros) que de ningún otro ser. Pienso en el lugar en donde quiero comenzar a crear algo, pienso en establecerme. Un año fuera de casa, un año viajando. Europa del Oeste, del Este y Asia. Asía apenas comienza con 21 días de viaje. Me quedan más de tres meses intactos. Quiero aprender a ver las cosas como son. Quiero aprender a ver a la gente como es. Que gran batalla. Entiendo que lo más difícil es vernos a nosotros mismos. A mí. Yo, Sofía. Ser de luz y de lodo. Me veo a través de ojos de gran crítica. Gran espectadora. Ayer pase la mitad del día con los elefantes. Entre alegría y completa tristeza. Su piel es más dura que cualquier zapato de cuero. Su cabeza está cubierta por cabellos duros como alambres y sus orejas mueven una piel gruesa rosada. Las trompas largas y fuertes parecen moluscos con vida propia. Gigantes animales. Fuertes como ningún humano. Nobles. Cautivos. He escuchado que basta encadenar a un elefante de una sola de sus patas unos años mientras crece, para que cuando sea adulto, el simple hecho de tener una cadena amarrada o de escuchar el tintineo del metal le entumezca el deseo; el sueno de la huida. Veo como le “encadenan” una de sus gruesas piernas a una palma delicada. Toneladas de extrañeza, de misterio en movimiento. Torpeza y ternura arremolinada. Tranquila se mete a la sombra de la selva a masticar bamboo. Común sensación de ahogo a estas alturas. Incomprensión. Dolor. Se que puede romper sus cadenas con un mínimo esfuerzo, pero no lo intentará. Dolor por los dos elefantes que dejo en la selva mientras camino de vuelta al campamento. Dolor por todos nosotros. Por nuestras cadenas invisibles que suenan y resuenan haciendo música con todo tipo de tonos. Nuestras cadenas que ya no nos amarran a ningún lugar pero que respetamos al sentir su peso invisible sobre el tobillo. Cadenas plástico. Cadenas moneda. Cadenas de responsabilidades, de expectativas y deberes. Bastaron pocos años cuando éramos pequeños. Horas y días frente al televisor. Ideas sobre otros, ideas sobre las nosotros. Ideas de nosotros sobre nosotros. Cosas-ideas. Para sentirnos presos el resto de nuestras vidas. Ilusión. Ver hacia abajo y darnos cuenta que la cadena que suena inmensa, hace años está suelta. Un engaño que quizá nunca existió. Cadena ruidosa pero pequeña. Arrastrable. Cortarla; no lo se. Cortarla no será tan fácil. Caminemos con ella, caminemos más lejos. Degastada cadena no tendrá de donde agarrarse. La tomo con cuidado del suelo y camino con ella entre mis manos. Puedo sentir su peso. Reconozco que formará parte de mi equipaje durante éste y tantos otros largos viajes. Aligero el paso soltando otras tantas cosas. Llevar ese peso conmigo me hace más libre. Me recuerda quien soy ahora, gracias a quien he sido antes. Me muevo. Viajo. Sueño. Creo. Un día (quizá) despierto y he dejado en algún puerto todo mi equipaje. No llevo más peso conmigo. Viajo ligera.

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