domingo, 22 de abril de 2012

Ayer fue un día de encierro y silencio. Lunes. Su sonido me encantá. He comenzado a relacionarlo con nuevos comienzos, con vasos de agua fresca, con días de sol y metas (como tanta gente). Desde la calle me sonríe la nieve que ya no está. Los árboles todos salpicados de verde demuestran sus intensiones de cubrirse de hojas. La gente ha cambiado el negro por el rosa y poco a poco cambian sus rostros; sus ojos toman otro matiz. Vivo en otra ciudad. Me gusta. Yo, silencio. Ahora sonrío de tener el mismo tiempo que llevo. Camino por el río cada mañana como si me estuviera despidiendo. Con esta vida acelerada he aprendido que todo es una constante despedida. No extraño, porque reconozco. Me despedí de Atitlan apenas llegaba y aún lo siento; aveces lo añoro y puedo por segundos sentir que estoy frente al río, sobre la montaña. Me sueño tomando té en Prinsseseweg, y huelo la casa. El olor se me escapa y me frustro por lo poder recogerlo en cualquier objeto. Me sueño abrazada a él y cierro los hojos. El café está listo; de nuevo he puesto suficiente para dos. Estaá bien, ahora tomo el doble. Me pregunto que es lo que amo. Si podré estár bien sin los parques, los ríos y las montañas. Me pregunto si podré estar bien sin teatros, sin calles, sin bibliotecas. Me pregunto en donde estaré en dos meses y si cuando sea vieja olvidaré todos mis viajes y casas. Olvidar me da miedo; por eso atesoro recuerdos y despedidas. Mientras más vivo hay más cosas que se puedo olvidar.

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