sábado, 28 de julio de 2012

Cansada de buscar los momentos perfectos. Cansada de esperar aquel momento ajeno, incontrolable en el cual decide quererla plenamente. Quererse. El momento instante. El instante cumbre. El pivote. La cima. El todo. Quizá siempre ha sido demasiado animal para ser mujer. Demasiado instinto, demasiada vida. Vida corta, impredecible. Vida que cae en desbandada por la borda. Vida en vértigo constante. Vida deseo. Demasiado deseo de vida en un solo cuerpo. Un cuerpo en el que a ratos frecuentes no cabía ni ella misma. Un cuerpo que le quedaba pequeño, pequeño e incomodo. Como cuando te afanas por ponerte un vestido que no queda y entonces subes el cierre, con ayuda de alguien más, de el calzón faja y de la mayor retención de aire posible, entonce sube. Sube, pero cuando te relajas sientes que te encuentras presa en algo tan simple como un vestido, pero tan incomodo como otra piel. La belleza se escapa y toda aquella gloria de la elegancia se ve comprometida por el sentimiento de gigantez oprimida, de encarcelamiento, de mascaras y falsedades. Deseas en secreto que se reviente, que se reviente en frente de todos y que caigan tus cueros y tus ropas de golpe en la pista. Que se reviente todo y entonces quedarte floja, cómoda, desnuda. Enfrente a una multitud perpleja. Una multitud asqueada pero envidiosa. Oprimida, reservada, con vestidos apretados y pretinas al borde del estallido. Multitud envidiosa. Y tú tan ligera, tan encuerada. Te pones a reír. Así se sentía, así, pero antes del estallido, mucho antes de los cueros y la risa. Era parte de la gran multitud y la única marcada diferencia era que nadie reía, ni ella, ni el, ni un persona en toda la bandada de apretados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario