Medicina Rossa, por Alberto Seveso
De pronto estás sentado frente
a un escritorio. Puede ser en tu casa, en tu oficina. La gran pantalla te
devuelve tu reflejo atónito. Gris. Entre cuatro paredes y una luz, más que cálida,
azulada y triste. Hay una puerta, quizá cajones y estantes, pero nada de eso es
determinante. Un sueldo...probablemente bueno. Afuera hay cosas que desde
dentro se arremolinan y mezclan en un bullicio que asemeja una fiesta de pueblo
a la distancia. Tu coche recién lavado en el sótano. Tienes familia, casa y
pudiera ser, que hasta alguien ligera y controladamente amado te espera para
cenar. Quizá hasta contemplaste o llegaste al extremo de tener hijos. Entonces,
como lo que se debe sentir caer de cuerpo entero en un frasco de gel, te das
cuenta que lo tienes todo…llegaste, lo has conseguido. Tienes los medios, el
trabajo, el transporte y los cinco días de vacaciones al año. El brillante
reloj que ahora te obliga a subir la ventanilla del coche cada vez que te toca
el rojo en un alto. Tienes la ropa y también el miedo de desnudarte a plena
luz. Tienes, tan tuya, esa duda, flotando sobre tu cabeza. Esa nube que te
muestra y entremezcla tu todo en un remolino viscoso y pesado que derepente
toma tintes turbios. Lo tienes todo. Has alcanzado la aspiración máxima, la
rutina premeditada. Perfecta. Los zapatos de ante en combinación inmaculada con
los sillones de la sala. La sala en la cual hace tres meses no te sientas. Los
libros cubiertos por sus fundas de plástico. La ansiedad de la ascensión
laboral. La ansiedad de una creación sin creencias. El parque que cambia de
estación como un cine continuado. Y ahí sigue, también la nube de humo. El
incesante humo del tabaco, de la droga, de los autos, de los edificios de
fábricas que se erigen en tu mente deslizándose lentamente por todo el cuerpo.
Humo. Humo. Humo. Quizá sea eso lo que oculta la luz del sol colándose por las
rendijas de tus ojos.
Uno lucha contra el
humo. Se libra de la oscuridad poco a poco. Comienza un nuevo año y al mes es
ya pasado. Toma decisiones que pareciera ser, nos hacen cada vez más libres,
más “felices”, por no decir sonrientes. Uno deja de ir al "pare de
sufrir" porque cree que paulatinamente, entre risa y canto, ha parado.
Poco a poco. Uno deja de sentirse gris. Y entonces los días transcurren entre
reafirmaciones y descubrimientos. Entre nuevas voces y miradas
depredadoras-presa. Correteamos y nos corretean con un ansia de ser atrapados a
medio vuelo y devorados de golpe; con avidez.
Pero de pronto. Sucede
que se cae de bruces, como en un bache. De cara contra el suelo, tragando
polvo. Como en cualquier hondonada. En una no prevista depresión del terreno. Una
depresión del tiempo. Del ser. Y bastan entonces, tan solo diez minutos de
despiste. Diez minutos de auto-lástima, para voltear los ojos al cielo y convertir
esa risa solitaria en una ansiedad incomprendida. Ansiedad sin nombre que te
toma de los hombros y los agita furiosamente durante la noche. Ansiedad
depredadora de paz. De la calma, nuestra calma, ya por instantes tan mía. Nos
acosa en pequeñas ideas, en desfiguradas muecas que no reconocemos frente al
espejo.
Uno se siente de pronto
libre y se da permiso de tirarse al sol en calzones, predicando que su vida es
perfecta. En calzones, al sol en el pequeño jardín leyendo cinco o hasta seis
libros inconclusos. Sin prisas. Pero de pronto también sin tener oficina ni
cuatro paredes blancas. Uno se pone serio. El sol no nos hace cosquillas y nos
preguntamos hasta cuando pesará tanto el estómago. El cuerpo cae desde la
cabeza hasta los pies compactando los órganos y las articulaciones en un ser
diminuto y pesado. Se podría decir que poco ha cambiado, y sin embargo la voz
se ha vuelto oscura y los ojos no bailan. Mis ojos. Nos distraemos y en diez
minutos tiempo, guardamos la risa en cajones que no podemos localizar, en
escondites perdidos. La capacidad se torno miedo. El trabajo peso completo. Nos
distraemos (me distraje) y la ausencia de mar (me) acomete como una enfermedad
funesta. Podemos sentir ya el humo, el mismo humo de todos, que pugna por salir
por cada uno de nuestros orificios.
Pero hay algo...
descansa algo muy atrás de nuestras cabezas, que sabe, confía en que pasará.
Porque no se puede existir plenamente en duda continua. Nos hemos inventado
artificios y recurrido al presente. Pasará, como ha pasado siempre. Cada vez
más espaciado, cada vez con una menor consciencia de falta. De vacío. En el
aburrimiento descansan todas las preguntas. Es en el tiempo que vive el ansia,
y sabemos que volveremos a llenar las horas impidiendo que está regrese a anidar
en nosotros por temporadas largas. Este tiempo de interrogantes que llenamos
con esferas de cristal, cuadros de renombre y ropa usada. Con la certeza del
fin, una esperanza que nos mantiene con un pie en el sol mientras se cubre el
cuerpo entero con mantas. La esperanza...como pobladora de todo este humo. Clarividente
ciega. Por eso ella, la esperanza, también restaba junto con los demás males
dentro de la caja de Pandora. No hay engaño.
¿Hemos caído en verdad, o
jugamos tan solo a rehabilitarnos furiosamente?
Ver a través de los ojos
del cuerpo. Con avidez. Ver desde el aburrimiento. A través del humo.