Me pregunto en cuantos sitios no he escrito. Desde cuantos
rincones atiborrados de polvo. Barrancas de espanto. De cuantos sitios extraños,
calurosos como el miedo. Fríos, paralizantes, no he escrito. Cuantas sillas.
Madera, metal, bancas, tierra, silla-banco, silla-comida rápida, silla avión,
silla aeropuerto, silla casa, silla nueva-casa, silla mía, de él, de ella.
Pensado en ustedes. En ellos. En mi anhelo de compartir este sentir. Esta alegría
que me nace en los huesos y se esparce lentamente por mi cuerpo como la leche
que chorrea por la olla vieja de latón en las mañanas, cuando sueño con café. A
veces por borbotones, cómo yo. Cuando siento el viento golpear mi cara. Cuando
un ataque de adrenalina me encuentra a salvo después de un gran miedo. Cuando me
topo de frente con el mar después de horas incesantes sobre montañas y entre
pueblos extraídos de cuentos que aún no escrito y nadie ha leído. Paso pequeños
diminutos puestos que venden todo tipo de productos indeseables, niños desnudos
convencidos de su invisibilidad a la orilla del río, ancianos lentos como el
tiempo que en este país se hizo de hule. Encuentro el mar a media duda. Entre
una pregunta y otra. Entonces, lo interrumpe todo. El mar y sus baños de
olvido. Entro en el agua como quien de pronto entendió un acertijo que lo tenía
en el insomnio hace más de 18 años. Entonces el agua, agua verde-azul cobalto me
cubre el cuerpo besándome como no lo ha hecho nadie, y las dudas, que nunca estuvieron
y los miedos que no siento se escapan a bandadas entre las olas jugando con
pequeños peces de colores que muerden mis piernas color canela.
El miedo de volver a la ciudad lo persigo, lo espanto,
acelerando la moto en calles polvorientas que nublan mis lentes baratos y me
dan un aire altivo de turista extraviada. El polvo que entra danzando por mi nariz y garganta sustituye las ansias de un
cigarro, me deja con un olor a calle que reconozco en los hombres que me llevan
en sus motos, cuando me encuentro perdida o agotada caminando por algún sitio
que no se parece en nada a mi vida. Un olor a motocicleta y a tráfico que solo
ahuyenta al mar. Yo. Siempre vuelvo al mar. ¿O será que el vuelve a mi? Como se
regresa siempre a la misma orilla. Como
si supiera que lo necesito para limpiar mi mente y satisfacer mi tiempo de hule
que expando hasta el infinito con la delicia que representa estar viva. Que es
ser.
Me descubro, tres minutos al día. Justo entre el dormir y
tú. Extrañando la nieve. Se me futura, bajo su incesante recuerdo de vida.
Cuando el frío, así como el calor o el dolor agudo de tus finos huesos de aguja
que no son míos, me calan debajo de la piel, comenzando despacio y con una
mentirosa promesa de nunca terminar. Entonces, despierto. Abro los ojos y
pruebo a recordar cada cuadro de lo que sucede, cada fragmento de sentir y de
ser que no logro expresar ni capturar en nada más que alguna triste fotografía.
Un esbozo de carta. El frío-calor se convierte en la alegría que llevo guardada
entre la medula y alguna otra parte sin nombre de los huesos. Por momentos se
esconde. Juego a que sufro. Entonces; La carcajada. Como ellos, mis amigos de
indonesia quienes ríen porque entendieron que lo tienen todo. Siento la arena bajo mis pies y
entre los pliegues de mi ropa. Entre los pliegues de mi vientre, de mis brazos
y la delgada piel que une los confines de mis dedos. Se me amarra al cuerpo,
abrazada, decidida a pasear conmigo todo el día y regresar a algún otro espacio-hueco-piel
al día siguiente. Esta arena artista, que me pinta de pequeñas motas la piel
que a ratos no reconozco como mía. Tostada y polvorienta. Húmeda, siempre
goteando. A veces goteándote, goteándome. Se desliza de mi y desde mi, todo aquello
que con el tiempo me ha llegado a sobrar.
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